2 jun 2006

Szwarzeneger, el iracundo

Szwarzeneger era un ser que con el paso del tiempo se volvió insoportable. Cuando lo conocí no me resultó tan desagradable. Lo que si percibí fue un ser estresado, enojado, alterado. Discordante, monstruoso. Su cabello largo se entrelazaba con sus ideas dispersas y sistemáticas. Con el paso de los días comencé a observar su forma medieval de vestir. Ropa gris y café. Daba la apariencia de estar roida, vieja, desgastada, sucia y maloliente. Seguro pasó muchas vidas en el medioevo y ahora trae consigo ese aprendizaje que no puede soltar.

Sus dientes sucios y amarillentos, su cabello ceboso y con caspa podrían hacer pensar que detrás de ese ogro funesto, había un amoroso Shrek. Sobretodo cuando entrabas a su cueva y a pesar del mal olor podías ver a lo lejos el retrato de su Princesa Fiona.

El principal problema de Szwarzeneger era su mal olor. Un día abrió la boca y su pestilente rabia acumulada dentro de su ser fue expulsada como una niebla ponzoñosa verde. Su madre, solía decirle de pequeño –hay Andrés, tu y tu Bocota-. De ahí en adelante los niños que convivían con él en la escuela se empezaron a alejar. No por su mal olor, porque de eso no se habían dado cuenta aún. Se alejaron porque se les empezó a olvidar su nombre. Su apellido Szwarzeneger era tan difícil de pronunciar y cobraba tanta relevancia que su nombre pasó a segundo plano.

Cuando la gente comenzó a olvidar su nombre, Szwarzeneger acumuló dentro de si una semilla de ponzoña que nunca salió de su cuerpo. Su ira se fue acumulando dentro y se encapsuló con la semilla. Un día creció tanto que se formo una bolita minuscula en el centro de su estomago. A Szwarzeneger le dolía la protuberancia que se asomaba de su aún esbelto abdomen. Pero le dolió tanto que la tocó y la tocó hasta que la reventó. En ese momento la semilla de ponzoña había crecido tanto que había envenenado la ira no descargada de Szwarzeneger y se transformó en un arma letal. Un hálito insoportable brotaba de su ser, cada que Szwarzeneger se enfurecía. Su estado alterado renacía cada que alguien le recordaba lo difícil que era su apellido y así se olvidaba de su nombre. Cuando él mismo olvidó su nombre no hubo vuelta atrás. Szwarzeneger se transformó en un ogro ponzoñoso y maloliente.

Hoy en esta cueva, tenemos miedo de que un día su verdoso hedor salga en forma de niebla viscosa y nos mate a todos.