7 may 2007

Naked City

La crónica del pudor

Cuando leí hace varios años en alguna revista de fotografía, el nombre de Spencer Tunik no llamó tanto mi atención como su obra. La imagen de sus instalaciones se clavó en mi memoria por la fuerza magnética que provoca ver a tanta gente desnuda sin ninguna razón o motivación aparente. No podía dejar de repetirme "cuando venga a México, tengo que estar ahí".

Al enterarme de que por fin venía, me registré. Pese a que muchos se emocionaron con la idea y se registraron, no todos superaron el miedo a la vergüenza. Para mi el pudor se volvió una especie de “última frontera”. Una meta a la cual llegar después de varios obstáculos.

Comencé a practicar a diario en mi casa. Al despertarme, al dormir, al tender la ropa. Sólo es cuerpo y todos somos iguales. Este ejercicio se lo dediqué al inconciente, quien albergaba una especie de trauma, nacido en los cursos de verano del club deportivo al que asistía en la primaria o del machismo o de la doble moral.

Los animales pueden prescindir del pudor por el exceso de cabello y por la carencia de conciencia, los bebés también... y los adultos ¿por qué no? ¿Es acaso aquello que se arraiga en nuestra cultura lo que nos pone tabúes y decide por nosotros?

Si me preguntas qué sentí te diré que nada. Despojarte del uniforme de ser humano, ocupar tu espacio (un cuadrilátero de la plancha del zócalo por cada persona) era suficiente para no transgredir a los vecinos. Cuando él lo indicó el grito liberador se escuchó. Y se repetía a cada instante. Era el alarido avizor. Ese que comunicaba la completa desnudez de cada mexicano. Hice una pausa, por un segundo me arrepentí y por un segundo me conecté de vuelta.

Sudadera y playera fuera. Zapatos y calcetines, igual. Y en ese instante en que los primeros corrían hacia la plancha y los segundos nos percatábamos de aquello que sucedía, mi mente sólo pudo pensar que no había marcha atrás. Que el momento había llegado. Take it off. Tampoco hay tiempo para asumir lo que estaba haciendo. Me quité el pants con todo y calzones, mientras Spencer repetía en mi cabeza: "...quítense todo calcetines, lentes, pulseras, zapatos, calzones: todo".

Cuando estuve totalmente desnudo, con el alma y otras partes al aire en el centro de la ciudad quise guardar ese momento para el futuro. “Yo fui parte de esto”. Y entonces con el cuerpo así en cueros, como Dios lo trajo al mundo me acerqué a la plancha y ocupe mi espacio.

Y desocupé el miedo y el pudor. A mi lado unos novios abrazados. Adelante de mí, dos hombres argentinos dándose besos en la boca. Su desnudez física representaba también la de sus almas, la de sus sexos. Atrás de mí dos cuarentonas, lesbianas, pareja. Con sus cuerpos flácidos que seguramente se amaban en las noches y sus cabellos rubios entintados de subversión. Y a mi izquierda un señor de sesenta o más años. Semicalvo y pelo cano. Con una panza prominente y un cuerpo usado. Y atrás su esposa. Con cabello largo y chino, tez oscura y muchos años encima. Y a mi izquierda un joven universitario, titiritando de frío con ojos lindos y mirada tierna. Atrás, muchas chicas. Jóvenes, con cuerpos regios, curvos.

Todos entramos en una hipnosis colectiva, en la que lo último que importaba era la desnudez. Pero al mismo tiempo era lo más relevante, lo que todos sabíamos. La inconciencia así, diluyó el pudor; pero la fiesta mexicana, la sangre latina, la expresión de la sexualidad reprimida se convirtió en albur. En canto sagrado de consignas políticas. En silencio roto que nos hacía cómplices.

Sobre nosotros volaban aves y algunos aprovechaban para jugar con el doble sentido: "Miren a los pájaros", gritaban unos. Y en medio de las comandas, la vulnerabilidad. Alguien hacía referencia a Auschwitz y alguien imploraba una vez más en esa marcha de silencio y desnudez el "voto x voto". Otros se burlaban de la Iglesia y pedían al artista que se apurara para asistir a misa de 9. Otros más fiesteros, querían seguírsela en el ángel. "Vá-mo-nos-al-Ángel-vá-mo-nos-al-Ángel...-, repetían.

Bajo las primeras horas del domingo, comenzamos a saludar al sol en tierra azteca. Y la catedral como símbolo, también se diluía con el grito de "Norberto Rivera, el pueblo se te encuera". Saludamos a la bandera, aún cuando no estaba ahí. Y nos imaginamos de viejos contando esta historia a nuestros hijos y a nuestros nietos.
Había fiesta, pero no celebración. Hicimos la ola, como acto mítico de profundo respeto. Nadie juzgaba a nadie y no había motivos. Tampoco era una manifestación, pero jugamos a que lo era: Gordas, gordos, con estrías sin estrías, flacas, flacos, feos, feas, guapas, guapos, pobres, ricos, viejos, jóvenes, nacos, fresas, chundos. Todos, todas; nada, nadie. Unidos por una imagen sin voz y una causa inexistente. Desnudos porque sí y por amor al arte. Un juego de moral doble; de perversión tácita y no declarada.

En el Majestic, la prensa. En el cielo, un helicóptero. Aunque el sonido de las hélices impedía escuchar las indicaciones de Spencer. Poco a poco se acercaba el momento. Algún perverso pedía una lluvia de condones y otro preguntaba a qué hora empezaba la orgía, sin saber que ésta había comenzado desde hace rato. Todos sonreían sin imaginar que había cerca de dieciocho mil personas ahí, desnudas y concentradas. Gritando y festejando.

El cielo era azul, tan azul como los escalofríos que sentimos en la nuca cuando nos acostamos boca arriba. En medio del silencio, en esta postura relajada invocamos la transformación de todo lo que es susceptible de ser cambiado. Después, en la posición fetal, viendo hacia el interior de nuestro cuerpo desnudo, comprendimos una vez más que en realidad lo que hacíamos era absurdo y no tenía ningún sentido.

El sentido y la razón, eran tan propios como ajenos. Tan del arte como del espacio público. Era tan absurdo que resultaba razonable. Tan fugaz como el cometa Haley, tan efímero como las palabras dichas. Y al mismo tiempo redentor, liberador. El cuerpo desnudo, dejó de ser obsceno para invadir un espacio público milenario, hoy urbano. El morbo se diluyó en igualdad de circunstancias. Todos con la misma vulnerabilidad expuesta alrededor del asta bandera. Todos caminando y cooperando. Había quien gritaba y habíamos los que permanecíamos en silencio. Observando cada paso y cada instante para poder hablar de él, relatarlo. Explicarlo. Ponerlo en palabras.


Y entonces aplaudimos para entrar en calor. Para apoyarnos. Para ser solidarios y no sentirnos desnudos. Para olvidar la trasgresión y transgredir al mismo tiempo. Y entonces nos mirábamos a los ojos. O a un punto fijo. Pocas veces nos mirábamos las partes. Pero también el instinto despertaba y a uno que otro ‘se le iba el ojo’ espiando en íntimos rincones del sexo opuesto o del mismo sexo. Pero entonces alguien más nos miraba y se fijaba en nuestros propios escondites expuestos y el equilibrio se manifestaba. Por naturaleza y por nuestro instinto gregario buscábamos la verdad. Aquella a la que pocas veces tenemos acceso. Este acto –para algunos, impúdico y para otros lúbrico en exceso – además de liberarnos, iluminaba. Fue como regresar a la inocencia. Una vuelta al jardín del Edén sin comer frutos prohibidos.

Y de pronto, la manzana de la discordia. Tunick envía a los hombres a vestirse. Las damas permanecen vulnerables. Ellos corren por sus ropas. Llegan a disfrazar el pudor. Los más empáticos, esperaron en cueros a sus acompañantes femeninas. Algunos distraídos tardaron en encontrar su vestimenta. Otros en actos de camaradería, similares a los de las duchas en el gimnasio o los vestidores de los estadios, entablaron amistad y nuevas relaciones. Uno que otro se burlaba de la ropa interior del vecino y en el juego de palabras el doble juego del albur renacía. Esta vez sin fines catárticos. Ahora lo hacía con el único pretexto de tomar los testículos en la mano. Ya no están expuestos y ahora somos dueños del cetro. Podemos mirarlas desnudas, vulnerables…

…femeninas e intocables. Convertidas en fruto prohibido por los organizadores de Televisión Universitaria. Alejadas, místicas, virginales. Seduciendo una vez más la plancha del Zócalo. Dejando en claro que la ausencia del falo, más que débiles las hacia poderosas. Ellas suben y su espíritu se enaltece. Nadie las toca, nadie las mira. Todos contemplamos el momento en silencio y su poder se vuelve presente. No es una manifestación pero la fuerza sale por la garganta. Sí al aborto. Sí al principio divino. Si a nuestro poder de manifestarnos. Sí al poder de decidir sobre nuestro cuerpo.

Aunque lo imaginamos, no sabíamos que éramos tantos cuerpos unidos en uno mismo, sin voz. Una manifestación que no salió a la calle, que nació en un espacio urbano. Una celebración sin ropas ni disfraces. Una instalación con un estado del arte dudoso. Una frontera rebasada. Un miedo superado. Subversión pacífica. Manifiesto catártico. Una obra de arte. Un México distinto. Que aborta, que tolera, habla; un país que pierde la vergüenza, un lugar que crece. Un México que despierta... con la luz del sol.