En mi playa, hay una gran ballena encallada. No tiene nombre aún y nadie ha oído hablar de ella. Tiene un color blanco inigualable. Su gran mancha negra cubre toda su espalda. Constantemente roza su aleta cerca del oído izquierdo, como si acariciara una cabellera que no tiene, intentando tapar con nerviosismo su oreja izquierda, igual inexistente.
Su gran abdomen, parece guardar una enorme cantidad de abarrotes. Como si fuéramos a estar en un refugio atómico por los siguientes 20 años.
La gran ballena banca, no era Moby Dick. Ni se parecía. Y no había ningún cazador con arpones en mano, que quisiera acabar con ella. En el mar de mis naufragios, la ballena encalló y sin querer mi barco la atropelló.
Cuando me baje a revisar sus aletas bancas, éstas salpicaban una cantidad extraordinaria de escamas resecas. Intentaba sacudirse, pero le hacia falta mar y sobretodo volumen acuático sobre el cual desplazarse.
Por fin Cirilo y los otros muchachos de la playa me ayudaron a llevarla de regreso al mar. El océano se agitó para ayudarnos y pronto Shamú, la gran ballena blanca, nadaba feliz con su abdomen satisfecho. Me imaginaba que estaba lleno de latas de atún, rémoras y otros pecesillos.
Pero la verdad es que aunque su abdomen estaba lleno, ella nunca estaba satisfecha. Porque su matriz de mamífero le había sido arrebatada por un hostil cazador. Con una cirugía cuasi perfecta, fue despojada del principal motivo de la existencia de una divina y femenina ballena.
Después de la tragedia, su canto lastimero se acercaba cada vez más al sonido primario del universo: om. Por eso ahora su color blanco resplandecía más. Su canto hipnotizaba al cardumen de cualquier especie menor que se acercara. Los paralizaba porque conectaba con su energía. Ella era capaz de robarles toda la fuerza a los pequeños seres que la rondaban. Nadie lo sabía pero ese era su secreto más íntimo. El mismo que la llevo a no ser madre. Aquel que le provocó un vació abdominal que devoraba almas.
Pocos notaban las extrañas desapariciones. Y pocos suponían el destino final de aquellas amas. Yo fantaseaba con las latas de atún y también con los lápices que nadie usaba en la oficina. Creía que eran sus botanas antes de devorar otra alma. Nadie me creyó ese cuento infantil. Nadie lo creyó hasta que la ballena blanca comenzó a crecer. Sus dimensiones cambiaron de tal forma que todos los que vivíamos dentro del mismo estanque empezamos a empequeñecer. Pero no era por hacernos más chicos. Ella se hacia cada vez más grande. Aplastantemente grande hasta que nuestras cabezas dejaban de moverse y se aplastaban contra el cristal del acuario. Ese cristal que nos separaba del mundo por solo 2 centímetros.
El cristal se cuarteó, pero la ballena era tan grande que no dejaba ver los orificios. Ni el agua los pudo ver. Ella se recargo en el cristal y su grasa tapo para siempre las cuarteadoras nunca se movió y los que estaban dentro del acuario dejaron de ver lo que había afuera. Yo me hice pequeño lo más pequeño que pude. Invisible. Desaparecí de su vista y luego salí por una pequeña rendija, con un poco de agua transformé mis branquias, respiré oxígeno después de ocho años y me salieron alas. Volé, liberado por la ballena, esa que se parecía a la que Jonás intento domar.
Esa grande ballena blanca que me intento desaparecer y que alguna vez yo atropellé. Cobró venganza.
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Hace 9 años.